Se levantó temprano, aún resistiéndose a abandonar el cálido refugio bajo el nórdico, y la compañía, y el abrazo. Afuera, otro día más de trabajo, tan frío y federal como el primero, pero cargado de promesas y posibilidades. Andó hacia el baño, sin apenas ropa. Abrí ligeramente los ojos y me quedé mirando, viendo como el vapor de la ducha comenzaba a invadirlo todo.
Existen determinadas personas a las que les brillan los ojos, que cuando hablan sonríen, y cuando sonríen, realmente lo sienten. Y esa sonrisa expresa una serenidad del alma, conformismo con la existencia, y la cerebralidad suficiente para escapar de esa jaula de cristal que son las obsesiones. Respecto a personas, trabajos, éxitos o manías. Esos afortunados a los que nada de lo humano parece afectarles negativamente, tienden a ver el vaso medio lleno (de ginebra), a "estar" cuando los demás tienen la mente en otra parte, a "ser" ellos mismos. Dedican menos tiempo a autoanalizarse que la mayoría de la gente, porque la conciencia de si mismos se ha difuminado en una conciencia más amplía de lo que les rodea. Y así, rara vez tienden a analizar sus problemas como una cosa que les afecte sólo a ellos. Una manera como cualquier otra de relativizar las cosas y dar un salto adelante.
El agua de la ducha paró, con el típico chirrido, devolviéndome a la realidad. Para entonces, yo ya estaba anudándome la corbata. "No pega nada con esta camisa, Álex". Pero como decía Cary Grant, "Mi padre solía decir, 'Déjame verte a ti y no el traje. Eso debería ser secundario'". Y al poco rato, varias dosis de realidad invernal y trabajo washingtoniano: los baggels recargados, las americanas negras largas estilo FBI, la prensa política y las banderas de barras y estrellas y águilas sobre fondo azul ondeantes sobre orgullosos edificios de oficinas acristalados que marcan, aquí sí, el poder real de la nueva Roma.
En estos días neorromanos sigo sintiéndome confuso acerca de todo, pese a tener las cosas más fáciles que nunca. Debe de ser algo muy propio de una sociedad que se deja corroer por las apariencias, la búsqueda perpétua de un hedonismo que se nos escurre entre los dedos de la mano, la falta de certidumbres de la que en alguna proporción si gozaron nuestros padres. Se nos pidió explorar y conquistar un nuevo mundo, desconocido y temido por la generación anterior a la nuestra, y se nos acusa ahora del caos y confusión al que nuestros cuerpos y mentes, liberados de las cadenas de la sociedad tradicional, se han arrojado desenfrenadamente. "No sabíamos, señor juez". "La vida no trae [ya] un manual de instrucciones". Y todo, sin la mirada inquisidora de la extinta sociedad tradicional, se torna una búsqueda incansable de la experiencia, del ser mayúsculo, aunque sin un objetivo claro. Y como somos portadores genéticos de los valores que nos inculcaron, en algún punto nos detenemos y preguntamos: "¿Por qué, cuando empezó todo y qué diablos hago aquí? ¿Alguien sabe qué camino seguir? ¿O deberemos perder la esperanza en el nuevo hombre liberado, que tan pronto confunde la libertad con hacer daño a los otros?". La respuesta fácil es demasiado pesimista para que la aceptemos. Y mucho menos, los hombres con la mirada brillante y la sonrisa serena.
El agua de la ducha paró, con el típico chirrido, devolviéndome a la realidad. Para entonces, yo ya estaba anudándome la corbata. "No pega nada con esta camisa, Álex". Pero como decía Cary Grant, "Mi padre solía decir, 'Déjame verte a ti y no el traje. Eso debería ser secundario'". Y al poco rato, varias dosis de realidad invernal y trabajo washingtoniano: los baggels recargados, las americanas negras largas estilo FBI, la prensa política y las banderas de barras y estrellas y águilas sobre fondo azul ondeantes sobre orgullosos edificios de oficinas acristalados que marcan, aquí sí, el poder real de la nueva Roma.
En estos días neorromanos sigo sintiéndome confuso acerca de todo, pese a tener las cosas más fáciles que nunca. Debe de ser algo muy propio de una sociedad que se deja corroer por las apariencias, la búsqueda perpétua de un hedonismo que se nos escurre entre los dedos de la mano, la falta de certidumbres de la que en alguna proporción si gozaron nuestros padres. Se nos pidió explorar y conquistar un nuevo mundo, desconocido y temido por la generación anterior a la nuestra, y se nos acusa ahora del caos y confusión al que nuestros cuerpos y mentes, liberados de las cadenas de la sociedad tradicional, se han arrojado desenfrenadamente. "No sabíamos, señor juez". "La vida no trae [ya] un manual de instrucciones". Y todo, sin la mirada inquisidora de la extinta sociedad tradicional, se torna una búsqueda incansable de la experiencia, del ser mayúsculo, aunque sin un objetivo claro. Y como somos portadores genéticos de los valores que nos inculcaron, en algún punto nos detenemos y preguntamos: "¿Por qué, cuando empezó todo y qué diablos hago aquí? ¿Alguien sabe qué camino seguir? ¿O deberemos perder la esperanza en el nuevo hombre liberado, que tan pronto confunde la libertad con hacer daño a los otros?". La respuesta fácil es demasiado pesimista para que la aceptemos. Y mucho menos, los hombres con la mirada brillante y la sonrisa serena.
Labels: DC, Querido Diario
Qué cierto lo de las mañanas federales.
Y yo que creía que en ese asunto las aguas estaban calmadas...
Ay los escorpiones que salen de debajo de tu edredón.
Artículo remarcable. Y genial el segundo párrafo. Muchas veces me lo pregunto, ¿hay gente realmente así? O bien no es más que otra manifestación de las apariencias, como dices más abajo? Quizás sea un término medio. Yo quisiera ser así, la verdad, ojos brillantes, sonreír no forzadamente sino de una forma natural, y sentirlo así, pero el mundo no es ideal.
Y lo de las confusiones, lo de ¿qué porras hago yo aquí?... es algo bastante común, hasta en la persona que tú creas que más seguridad tiene en todo lo que hace.
Saludos. Como ve, le sigo leyendo de vez en cuando, ahora desde el otro lado del charco.